El profesor

Volver al trabajo después de las vacaciones suele ser duro, sobre todo cuando se es profesor. Aunque Andrés, afortunadamente, estaba tocado por la suerte de amar su profesión e incluso a sus alumnos, por demonios que fueran. Cómo no serlo, en plena adolescencia.  Siguiendo el consejo de un viejo amigo, colega de trabajo, no se tomaba las provocaciones como algo personal ni se amedrentaba ante los conflictos. «Mira, los adolescentes tocan las narices por defecto. Y algunos te van a poner a prueba para medirte y ver por dónde sales. Simplemente, hay que gestionarlo, sabiendo que no es algo personal».
 Estaba claro, aunque otra cosa era hacerlo bien, y combinar la mano izquierda con la derecha. Andrés pensaba que algo de mano dura había que tener, que siempre hay unos mínimos, aunque sin abusar.  Lo importante era ser capaz de gestionarlo uno antes de involucrar a terceras personas. En su oficio, léanse padres, psicólogo escolar o director de centro. Así y todo, se tenía por un profesor diferente y querido por sus alumnos, de estos que dejan huella con la psicología invertida, al estilo Merlí . Una gran serie, solía decir cada vez que la recomendaba entre las cintas educativas de nueva hornada.
 Pero aquel siete de enero se le vinieron encima todos sus defectos.  Todo ese cúmulo de conocimientos teóricos no había servido de nada, y la vuelta de las Navidades había traído muy malas noticias desde bien temprana la mañana.  Las mismas que oímos varias veces al año, sin ir más lejos, solo que ahora tocándole de muy cerca.
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 Fuera del aula le esperaba Paula, una compañera.
­ —Andrés, ¿vienes ya y nos vamos juntos? —preguntó asomándose a la puerta. Sabía que estaba compungido tras recibir la noticia de que Rubén, un alumno suyo, había fallecido estas navidades en un accidente.  Por eso no quiso insistir cuando le observó sentado en su silla llorando, y decidió esperar.
  Andrés todavía tardaría un rato en salir. Necesitaba digerir las novedades que se le vinieron encima. “Maldita sea”, pensaba, mientras trasteaba con sus papeles, exámenes, o lo que quiera que fuera ese montón de hojas apiladas ahí desde hace semanas.  “¡Maldita sea mi estampa, tenía sólo doce años!”, se repetía para sí, pensando en si esta muerte podría haberse evitado.
  Desde fuera se oía un murmullo de voces, seguramente comentando lo sucedido. Él se enteró a primera hora y tuvo que salir del aula, disculpándose ante sus alumnos, cuando Paula interrumpió la clase y se acercó a él casi de puntillas, para decirle al oído que los padres de Rubén habían llamado para informar de que al parecer el niño había muerto en un accidente.  Sobre los sucesos posteriores tras conocerse la noticia, los trazos de su memoria parecían no ser escenas reales.  Aquello no podía ser. Simplemente, no podía ser.
  La reunión posterior iba a ser con los padres  y con el director, en su despacho.  Pero este fue incorporando personal a medida que se conocía la gravedad de lo sucedido. Primero, a Andrés, como tutor del niño, luego al orientador escolar, y después a la psicóloga del centro, que afortunadamente no estaba de vacaciones.  Todos presentes, acordaron, por voluntad de los progenitores, mantener la versión oficial de la muerte por accidente de tráfico, aunque se abriría una investigación con la Subdirección General de Inspección Educativa.  Porque la realidad era otra muy diferente:  que se había suicidado, que el niño se había tirado por la ventana de su cuarto. El por qué, nadie lo sabía.
  Los padres no habían notado nada, apenas una leve tristeza o que estuviera un poco más taciturno de lo habitual.  Algo normal en él, considerando que era un niño introvertido. Pero Andrés sí lo sabía. Conocía todos los detalles: por qué había sido, desde cuándo padecía acoso escolar, quiénes eran los acosadores y cómo lo hacían.  Rubén se lo había contado porque confiaba en él.  Sabía lo que estaba pasando y no hizo nada.  Bueno, sí, lo estaba gestionando.  A su manera. Suponiendo que iba a ser cosa de unos días.  Actuando bajo ese principio suyo de tratar de resolver las cosas sin involucrar a más gente.  Para no preocupar, para no molestar, a no ser que fuera realmente necesario. A no ser que pasara algo grave.
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